El mundo en el que vivimos, aunque no lo parezca, encierra muchos peligros que la rutina nos oculta o no permite que les prestemos la debida atención social y educativa. Ya los romanos, en su sabiduría, solían advertir del peligro a cuantos pasaban delante de sus casas o sus villas, colocando un letrero bien visible que decía: «cave canem = cuidado con el perro».
Todos sabemos que hay cánidos muy buenos, buenos, malos y muy peligrosos. Estos cuadrúpedos, domésticos unos y salvajes otros, sirven a los humanos en múltiples facetas, al tiempo que también aprendemos de ellos conductas, unas muy buenas, las de «cuidado/protección»; pero también otras, muy peligrosas. No en vano tildamos de «lobos solitarios/carniceros» a ciertos tipejos chulos, abusadores y desalmados, que maltratan y atemorizan a diario, sin el menor respeto ni pudor, a menores, adultos o ancianos. Aquí quiero explicarme con más precisión.
En materia de educación, tanto en la familia, como en la escuela y hasta en la iglesia, se presta mayor atención a la corrección de las conductas, que a la justicia en las intenciones. Esa manera de actuar de padres y educadores, (¡no digamos de los políticos!) por lo general, convierte a los niños y a muchos adultos en astutos y obedientes, pero también los convierte en esclavos de la ley: heteronomía neurótica, que infantiliza para siempre a las personas, impidiéndoles madurar y conquistar una verdadera autonomía, con capacidad para decidir éticamente tanto en el campo de las creencias como en el de las opciones sociopolíticas. El infantilismo incrustado a través del miedo y/o la culpabilización crea colectividades gregarias, incapaces de relacionarse cortésmente porque, tanto en lo religioso como en lo político, se mueven cual rebaño ovejuno, más por emociones y sentimientos exacerbados, que por raciocinios propios de adultos bien formados, ciudadanos altruistas, dispuestos a compartir con los demás el bien deseado para sí mismos, sin hacer acepción de personas, credos o ideologías partidistas.
Los trastornos en salud mental, a nivel mundial y concretamente en nuestro país, están adquiriendo magnitudes de verdadera pandemia. Las gentes que no ha mucho odiaban a los psiquiatras y a los psicólogos, (loqueros nos llamaban, de forma despectiva), ahora reclaman que la Sanidad nacional multiplique el número de profesionales, porque sus consultas no dan abasto en la atención diaria a niños, adolescentes y adultos, aquejados de problemas que nadie soporta y pocos saben comprender y tratar adecuadamente, sin atiborrarlos de pastillas. ¿Qué ha pasado o qué está pasando en nuestras familias, en nuestra sociedad del siglo XXI para que se disparen las conductas autolíticas de niños, adolescentes, jóvenes y mayores?
La Dra. Dorothy Corkille en su magnífico libro El niño feliz, que yo regalaría como vademécum educativo a los padres, a los maestros y a muchos sacerdotes, (a todos los que traten con niños pequeños), nos ofrece unas pistas muy claras y muy importantes para evitar errores que luego tendrán serias consecuencias de difícil arreglo. Confirma la doctora dos necesidades básicas, piedra angular de la autoestima, las convicciones siguientes: «Soy digno de que me amen» y «soy valioso». Toda persona humana, desde la infancia y hasta que se muera, necesita sentirse querida. Me dicen muchos, ¿qué padre o madre hay que no quiera a sus retoños? Uff. Ese no es el problema. ¿Entonces? Pues que muchos niños «no se sienten queridos». El circuito afectivo está fundido, sin que los padres se aperciban de la avería y…, cuando vienen a la consulta y se lo hacemos saber, ya llegamos tarde y el daño, que los pequeños han sufrido desde hace tiempo, (los infantes no saben verbalizar con claridad sus sentimientos profundos hasta los cuatro años, más o menos; sólo madres, padres o cuidadoras perspicaces se percatan del problema), ha causado lesiones profundas en el mundo afectivo-emocional y serias heridas en su salud mental. Los padres ocupados, cansados, enfermos, estresados…, no tienen tiempo ni humor, muchas veces, para pararse a reflexionar sobre si merece la pena trabajar tantas horas, dejando en manos ajenas los «cuidados» de sus pequeños retoños.
El autorrespeto nace del respeto que percibimos nos tienen los demás; si un niño no se siente querido y respetado por sus próximos (padres, familiares, compañeros, educadores), él mismo se va a rechazar, y su autoestima, ingrediente clave de su salud mental, podrá dañarse gravemente. Los padres y todas las personas importantes para cada niño o niña no pueden fallar en la tarea fundamental que asegurará en el futuro la salud de los pequeños, es decir, en el cultivo y desarrollo de los niveles más altos de su autoestima. La reacción explosiva (bumerán) de algunos niños humillados y con baja autoestima, a los que no se ha prestado atención ni credibilidad, porque mentir ya es deporte nacional, nos ha creado el problema serio del bullying escolar.
Muchos educadores, madres y padres me han preguntado cómo potenciar la autoestima de sus educandos/hijos. Mi respuesta cada día ha sido más firme y segura: «No les humilléis nunca ni en broma; no les faltéis al respeto nunca, y siempre que os equivoquéis u os excedáis con ellos en el grito, en el enfado…, no dudéis un minuto en pedirles sinceramente perdón y darles un abrazo. Esa será la prueba inequívoca de vuestro aprecio y de que los valoráis y no los rechazáis, a pesar de sus errores y de los vuestros, que siempre son más de los que todos desearíamos». Si somos capaces de estas conductas de verdadera acogida, nuestros alumnos, nuestros hijos, crecerán seguros a nuestro lado, sabiendo que no somos perfectos, pero que tenemos la honradez y la humildad suficiente para reconocer nuestras limitaciones, errores y defectos. Aprenderán de verdad a respetar y a hacerse respetar, siempre, en todo lugar y circunstancia. Si, al contrario, detectan en familia y el entorno social engaños, mentiras, trampas, medias verdades o triquiñuelas, perderán la confianza en nosotros y se sentirán defraudados y sin modelos a quien acudir en busca de protección. ¡Ah! Nunca mandéis a la cama a ninguno de vuestros hijos, pequeños, medianos o adolescentes, después de haberles reñido o castigado, sin haber hecho las paces y darles un beso y un cálido abrazo de reconciliación. Su sueño será reparador; de lo contrario, la inquina y la rabia puede incubarse en sus corazones, con pésimos presagios.
Inicié la introducción con un dicho latino y quiero acabar con un complemento similar: «Caveant Cónsules, ne quid detrimenti República capiat = Cuiden los Gobernantes para que el Estado no sufra daño alguno». Todos y cada uno debemos cuidar con esmero nuestra propia salud y educación, bases de una vida digna y feliz; pero los responsables primeros del Estado son los gobernantes; en la familia, los padres y así en cada institución protectora y de cuidado. Señores políticos, yo se lo puedo decir más alto, casi con ladrido de mastín o perro guardián, pero no más claro. El espectáculo que nos ofrecen a diario, quitándose de encima los muertos de la dana y las responsabilidades del latrocinio nacional es para que se lo hagan mirar por psiquiatras, psicólogos, forenses y jueces, o que el Dios de la Navidad y los Reyes Magos nos conviertan a todos en Santos Inocentes, para que se den con premura respuestas adecuadas a todas las víctimas de esta tragedia nacional, que es de órdago y se puede agravar. No lo permitamos.